La caída del régimen de Bashar al-Assad y su huida de Damasco representan un golpe devastador para Vladimir Putin, quien desde 2015 había intervenido militarmente en Siria con la intención de consolidar su influencia en la región.
La decisión de apoyar al gobierno de Assad con ataques aéreos y asistencia militar fue presentada como una estrategia de éxito, pero ahora queda como un desaire que pone en evidencia los límites del poder ruso en conflictos internacionales.
Durante nueve años, las fuerzas rusas se implicaron profundamente en el conflicto sirio, intentando apuntalar al régimen de Assad mediante bombardeos indiscriminados que devastaron ciudades y cobraron la vida de miles de civiles.
A pesar de los esfuerzos por reforzar al ejército sirio y mantener la estabilidad del régimen, las tropas leales fueron incapaces de resistir la ofensiva final liderada por los rebeldes islamistas, lo que evidenció las debilidades de la estrategia militar rusa.
Con la caída de Assad, Moscú enfrenta un retroceso estratégico en el tablero geopolítico de Medio Oriente. La base aérea de Hmeimim y la influencia naval en Tartus, dos de los pilares de la intervención rusa, están ahora en riesgo, dejando a Rusia con pocas cartas para jugar en la región.
Este fracaso no solo socava la imagen de Rusia como potencia global, sino que también pone en duda su capacidad para sostener alianzas en conflictos prolongados.
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